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Así están sufriendo ya en Marruecos las consecuencias del cambio climático

El cambio climático han empujado a la población de Marruecos hacia el turismo como principal actividad económica.

Así están sufriendo ya en Marruecos las consecuencias del cambio climático Pozo cercano a Merzouga, Marruecos. [Foto: Joan Lacomba, CC BY-SA]

Merzouga es una localidad situada en el sudeste de Marruecos, junto a la frontera con Argelia, que forma parte de una región predesértica de interior con oasis de palmeras y un gran sistema dunar que proyecta la imagen más turística del país. Los habitantes de Merzouga son, en gran medida, antiguos nómadas que hoy en día viven sobre todo del turismo internacional y la emigración.

Más al oeste, en la costa atlántica, se encuentran las ciudades de Agadir y Essaouira, grandes centros turísticos (en especial la primera) cuyos puertos mantienen una gran actividad pesquera comercial.

Entre Agadir y Essaouira se ubican pequeños pueblos de pescadores que viven de una pesca más artesanal y de un nuevo turismo que busca grandes olas para la práctica del surf.

Estas zonas de interior y de la costa están notablemente alejadas entre sí y presentan ambientales y sociales muy diferentes. Pero tanto si nos situamos en los oasis del interior como en los pueblos de la costa, ya pueden notarse los efectos cada vez más evidentes del cambio climático, principalmente en forma de sequías e inundaciones.

La localidad de Merzouga, al borde del Sáhara. Holger Uwe Schmitt/Shutterstock, CC BY-SA

Las dificultades que enfrenta la población

Durante 2024 hemos podido visitar dos zonas de Marruecos en el marco de un proyecto de investigación sobre migración, cambio climático y cooperación al desarrollo en Marruecos y Senegal en relación con España, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación español.

Las personas con las que conversamos en Merzouga nos hablaban del abandono de la actividad ganadera que antes desarrollaban en condiciones de nomadismo o seminomadismo a causa de la falta de agua y pastos, de las dificultades para mantener los pequeños huertos agrícolas para el autoconsumo y del descenso del nivel de los pozos. También se referían a catástrofes como los incendios en los mismos palmerales o las inundaciones cada vez más frecuentes que acaban con vidas, cosechas e infraestructuras (la última este pasado mes de octubre).

El panorama, pese a la distancia geográfica y ambiental, no es muy distinto en la costa. De modo que los pescadores también nos hablaron de la escasez de lluvias como un factor que afectaba a la reducción de las capturas. Según ellos, la sequía en el interior hace que los ríos no transporten los nutrientes que permiten el desarrollo de la vegetación marina y la alimentación de los peces (también la construcción de embalses impide ese flujo y el arrastre de sedimentos).

Barcos en Imsouane, una localidad cercaba a Agadir, en la costa atlántica de Marruecos. Joan Lacomba, CC BY-SA

A su vez, las inundaciones son crecientemente destructivas en la costa y, unidas a la elevación del nivel del mar, producen daños en los pueblos o en la misma ciudad de Essaouira. En esta última, por ejemplo, el barrio judío se ha visto afectado por las mareas ciclónicas con olas que superan las murallas, lo que ha obligado al derribo de manzanas enteras de casas (sí, se trata de esas mismas olas que busca el turismo del surf).

Al mismo tiempo, en la costa también existen otras actividades como el cultivo y el procesamiento del argán, con el que se obtienen aceite y todo tipo de productos cosméticos. Hablando con las mujeres de una cooperativa dedicada a su producción, nos relataban cómo este año la sequía ha reducido notablemente la cosecha y ha hecho que aumenten los costes de producción, reduciendo sus ingresos.

Debido también a la sequía, muchas familias han abandonado a los animales que no pueden alimentar, de modo que desde la carretera era fácil ver muchos burros que vagaban sin dueño.

El turismo como principal actividad económica

Tanto en el interior como en la costa, los cambios climáticos han empujado a la población hacia el turismo como principal actividad económica, en tanto que la agricultura, la ganadería o la pequeña pesca son cada vez más inviables. Sin embargo, el turismo genera importantes impactos ambientales sobre el territorio e incrementa notablemente el consumo del agua.

Así, en Merzouga se ha extendido la construcción de pozos y el uso de bombas solares para permitir el abastecimiento de agua en los hoteles. Y en Agadir nos hablaron de la próxima construcción de una gran planta desaladora para atender la elevada demanda de agua.

Como venimos diciendo, la escasez de agua, la irregularidad de las precipitaciones y las lluvias torrenciales se han convertido en la tónica general en buena parte de las regiones de Marruecos. Los expertos coinciden en que esta combinación de sequía y lluvias torrenciales está relacionada con el calentamiento del agua del mar y su rápida evaporación.

Por otro lado, los mismos efectos del cambio climático impiden o dificultan la lucha contra el propio cambio climático. Por ejemplo, con la degradación de los palmerales desaparece una importante barrera para frenar los efectos del cambio climático en los oasis. Y con la emigración (voluntaria o forzada por el cambio climático) de los habitantes locales, desaparecen quienes podrían mitigar sus efectos (si no hay quien cultive la tierra, se incrementa el abandono de los campos, la erosión de los suelos y la desertización).

La situación es pues compleja, porque además el cambio climático no llega solo, sino que va acompañado de todo tipo de vulnerabilidades. La precariedad económica y política y las desigualdades entre hombres y mujeres y entre campo y ciudad no ayudan a poder afrontar los efectos del cambio climático.

Además, los impactos de sequías, inundaciones e incendios en Marruecos pueden tener efectos sobre la emigración hacia Europa, al menos de modo indirecto, al poner en peligro los medios de vida locales.

Ante todos estos retos la población local se siente impotente. En la sinagoga de Essaouira se encuentra colgada una fotografía de los años cincuenta en la que una nutrida comunidad judía salió a la calle para pedir que cesase la sequía, en un anticipo de la escasez de lluvias actual. Ahora apenas quedan ya judíos que puedan llenar la calles, y las rogativas se dirigen más bien hacia los poderes públicos y los organismos internacionales para que tomen medidas urgentes.


Joan Lacomba Vazquez es profesor Departamento de Trabajo Social, Universitat de València

María Jesús Berlanga Adell es profesora en el Departamento de Trabajo Social y Servicios Sociales, Universitat de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lee el original aquí.

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