
La pregunta surgió de manera bastante inocente: ¿Qué quieres ser cuando seas grande? La hija de Lindsay, después de una breve pausa, levantó la vista y respondió con seguridad: “Quiero ser clienta”.
La sencillez de la respuesta ocultaba la complejidad de lo que había observado: los clientes siempre parecían captar la mejor versión de su madre. En la mente joven de su hija, ser cliente significaba ocupar un lugar especial, uno que exige atención, cuidado y un compromiso inquebrantable.
Como dos madres que se dedican a la abogacía a tiempo completo, ese momento no pasó desapercibido para ninguna de nosotras. Revela una verdad que a menudo se pasa por alto en las narrativas sobre las mujeres trabajadoras, especialmente aquellas de nosotras que equilibramos la intensidad profesional con la crianza de los hijos.
Bajo la delgada capa de “tenerlo todo”, conocemos muy bien los sacrificios y compromisos silenciosos que caracterizan nuestro acto de equilibrio. El centro de atención puede estar en nuestros logros profesionales, pero en las sombras nuestros hijos esperan pacientemente nuestra atención, a menudo compitiendo con las demandas de una profesión que no cede fácilmente.
El peso de las expectativas
Con demasiada frecuencia, las complejidades de la ambición, la maternidad y el deber profesional se destilan en estereotipos que buscan disminuir en lugar de dignificar. Es una historia familiar: la noción de que una mujer con poder y responsabilidad inevitablemente debe carecer de otras cosas, o que su identidad como madre o pareja es de alguna manera contraria a su imagen profesional. Estas narrativas, por más veladas que estén, tienen peso.
Pero digamos lo que eso significa realmente. Significa que la diligencia y la tenacidad que ponemos en nuestras carreras y en nuestros clientes son idénticas a la dedicación que ofrecemos a nuestras familias. También significa que las largas horas que pasamos defendiendo a nuestros clientes se yuxtaponen con los momentos tranquilos en casa, donde lo que está en juego es igualmente importante, incluso si se mide en abrazos en lugar de veredictos. Significa que, a pesar de la representación de las mujeres en puestos de liderazgo como unidimensionales, somos más. Somos multifacéticas, resilientes y estamos profundamente comprometidas tanto con nuestras profesiones como con nuestra maternidad.
Vivir con la tensión de la maternidad y el trabajo
El camino de una madre trabajadora exige una constante recalibración de prioridades, en la que tanto la carrera profesional como la familia compiten por la misma atención y cada una conlleva su propia forma de culpa. La noción de “equilibrio” es una falacia. Al menos eso es lo que hemos aprendido tras años de intentar hacer malabarismos entre nuestra carrera profesional y la maternidad. En cambio, es una serie constante de concesiones y compromisos que nos llevan a comprender que cada día es único.
Ya no existe una clara división entre “trabajo” y “vida” . Las mañanas suelen empezar temprano y trabajamos antes de que el resto de la casa se despierte. A menudo trabajamos con un ojo puesto en el reloj, calculando los minutos que nos quedan hasta que salimos corriendo de la oficina para asistir a un evento escolar o deportivo.
O los días en que hay un niño enfermo y no hay nadie que lo cuide, la idea del equilibrio parece ridícula. Esto nos ha obligado a repensar cómo definimos el éxito, no por la perfección sino por la flexibilidad y la resiliencia. Se trata de aceptar los días que parecen un caos controlado y aceptar que, a veces, una parte de la vida tendrá que ponerse en pausa para dar paso a otra.
Cuando nuestras hijas nos ven en acción, no solo presencian el poder, la gracia y el aplomo que requiere nuestra profesión; ven el peso de esa responsabilidad y el esfuerzo y la dedicación que se necesitan para brindarles a nuestros clientes y a nuestros hijos lo mejor de nosotros.
Las lecciones que enseñamos
De niñas soñábamos con ser abogadas, madres o ambas cosas, imaginando que esos roles eran indicadores definitivos de éxito y felicidad. Sin embargo, nuestras hijas han crecido viéndonos afrontar las realidades de esas decisiones y sus sueños para nosotras son diferentes.
Si un niño cree que la felicidad proviene de estar en una posición en la que los demás le prestan toda su atención, entonces tal vez eso sea un reflejo de nuestras propias narrativas internas: la idea de que para ser felices debemos recibir toda la atención, tener el control o ser quienes reciben los cuidados. Pero nuestra experiencia nos ha enseñado que la felicidad, la verdadera felicidad, no consiste en ser un cliente, no consiste en recibir, sino en la búsqueda en sí, en el esfuerzo constante por dar lo mejor de nosotros tanto a nuestra carrera profesional como a nuestros hijos.
Así que, aunque nuestras hijas hoy quieran ser “clientas”, esperamos que con el tiempo entiendan que la verdadera satisfacción no proviene de ser el centro de atención, sino de vivir y prosperar con la tensión.