
El libro Careless People, de la exejecutiva de Facebook (ahora Meta), Sarah Wynn-Williams, ha recibido mucha atención por sus impactantes revelaciones sobre la red social y su CEO, Mark Zuckerberg. Según la autora, las decisiones de la compañía permitieron al Partido Comunista Chino reprimir la disidencia, socavaron la salud mental de las adolescentes y propiciaron el genocidio en Myanmar y la interferencia electoral en Estados Unidos.
Si bien se ha prestado mucha atención a los detalles que muestran la bancarrota moral de Zuckerberg y la exdirectora de operaciones, Sheryl Sandberg, se ha debatido menos cómo las presiones financieras influyeron en las decisiones de los ejecutivos. ¿Son los líderes de Meta simplemente “manzanas podridas” o las numerosas y preocupantes revelaciones de Careless People representan problemas generalizados en el mundo empresarial estadounidense?
¿El ajuste de cuentas de las empresas tecnológicas?
Si bien Careless People se centra en Facebook, también invita a una reflexión más amplia sobre la industria tecnológica en su conjunto. Empresas como Amazon, X, Google, YouTube, TikTok y muchas otras operan de forma similar con modelos de crecimiento extractivos que priorizan la interacción, la vigilancia y la monetización por encima de la responsabilidad social. Lo que Wynn-Williams ha revelado es una estrategia compartida que prioriza la escala por encima de la ética.
El meteórico ascenso de Facebook —y los atajos éticos que sus líderes escatimaron para alcanzar sus objetivos— revela fallas fatales en el corazón de un capitalismo obsesionado con el crecimiento. La empresa contaba con una vasta infraestructura supervisada por un director de crecimiento que operaba “… con mucha libertad, siempre buscando oportunidades en la zona gris creada por la falta de regulación”. Cuando Facebook alcanzó los 1,000 millones de usuarios, el director de operaciones, Javier Olivan (quien sucedió a Sandberg), expresó miedo e incertidumbre —no orgullo ni logro— porque significaba que la empresa tenía que descubrir cosas “como cómo llegar a los niños, cómo entrar en lugares como China, que son hostiles a cualquier red social”.
La empresa diseñó algoritmos para maximizar el tiempo que pasaban en la plataforma, sin importar si eso significaba radicalizar a los usuarios, fomentar la desinformación electoral o aprovecharse de la vulnerabilidad de las personas. Incluso cuando Facebook se convirtió en una empresa multimillonaria, las discusiones internas seguían haciendo hincapié en la captación de mercados vulnerables (como los adolescentes con crisis de salud mental) por considerarse públicos de “alto valor”. En documentos internos, Facebook reconoció que sus plataformas agravaban los trastornos alimentarios y aumentaban las ideas suicidas entre las adolescentes.
En este contexto de innovación incesante para maximizar la interacción y la inversión publicitaria, las frecuentes afirmaciones de Zuckerberg de que monitorear el discurso de odio o la desinformación a gran escala era “demasiado difícil” o “técnicamente imposible” resultan falsas. ¿Cómo podría ser imposible monitorear el discurso de odio y, al mismo tiempo, controlar cuándo las adolescentes se sienten inseguras? Lo cierto es que, en lo que respecta al aumento de ingresos y ganancias, Facebook demostró un inmenso ingenio y capacidad para resolver problemas; cuando se trató de salvaguardar la democracia o la dignidad humana, la empresa descubrió repentinamente sus límites.
El daño infligido por Facebook es tan amplio, está tan profundamente entrelazado con abusos de derechos humanos y amenazas a la seguridad nacional, que debería obligarnos a reconsiderar, o al menos a plantearnos importantes preguntas sobre, si el crecimiento en sí mismo es un objetivo válido. Mark Zuckerberg no solo construyó un gigante tecnológico; construyó una historia con moraleja.
El Gran Facebook
El título del libro de Wynn-Williams proviene de El Gran Gatsby y la crítica de F. Scott Fitzgerald a los personajes Tom y Daisy, quienes “destruían cosas y criaturas para luego refugiarse en su dinero o en su enorme descuido”. El paralelismo con Zuckerberg y Sandberg es evidente.
Pero Careless People también debería suscitar una reflexión más profunda sobre cómo nuestro sistema capitalista, obsesionado con el crecimiento, conduce a incentivos perversos, externalidades catastróficas y sistemas que canibalizan las mismas sociedades de las que dependen. De igual manera, El Gran Gatsby no es solo un análisis de la baja moral y el comportamiento de las clases altas en los locos años veinte, sino también una perspectiva crítica sobre la transformación social y económica de Estados Unidos en aquel momento.
El escepticismo ante la lógica del “crecimiento a toda costa” que sustenta el capitalismo actual a menudo se descarta como pensamiento marginal. Como observa el economista ecológico Tim Jackson: “Cuestionar el crecimiento se considera propio de lunáticos, idealistas y revolucionarios”. Sin embargo, ¿qué alternativa queda cuando empresas como Meta erosionan repetidamente la confianza pública, la salud mental y las instituciones democráticas en busca de rentabilidad para los inversionistas?
El decrecimiento, un movimiento en expansión como respuesta al capitalismo desbocado, ha ido ganando atención como una alternativa urgente y necesaria. Este enfoque rechaza la expansión como un fin en sí mismo y redefine el progreso en torno al bienestar, en lugar de la acumulación: jornadas laborales más cortas, servicios básicos universales, límites a la extracción de recursos y nuevos modelos de empresa que rindan cuentas a las personas y al planeta.
Empresas como Patagonia y Fairphone ya están demostrando cómo se materializan algunos de estos principios en la práctica. La transferencia de propiedad de Patagonia a un fideicomiso ambiental garantiza que todas las ganancias se destinen a la acción climática, mientras que los teléfonos modulares y reparables de Fairphone desafían la lógica de la obsolescencia programada y el desperdicio de recursos.
Los críticos a menudo descartan el decrecimiento como poco realista o contrario a la innovación. Pero lo verdaderamente ilusorio es creer que la obsesión incesante por el crecimiento que impulsa a empresas como Meta puede coexistir con la dignidad humana y la estabilidad democrática. La verdadera pregunta no es si podemos permitirnos abandonar el crecimiento. Es si podemos permitirnos no hacerlo.
La historia de Meta confirma la urgencia de este cambio. Sin límites sistémicos, la búsqueda de escala inevitablemente erosiona las condiciones necesarias para una sociedad libre y próspera. Si Meta se hubiera evaluado por parámetros como la seguridad del usuario, la integridad de la información o el diseño ético, en lugar de la interacción y los ingresos publicitarios, el mundo sería hoy un lugar más seguro y sensato. Es hora de que los responsables políticos reconozcan esto y comiencen a plantearse preguntas más complejas: ¿Crecimiento para quién? ¿A qué precio? ¿Con qué fin?