
“En tres años”, me dijo hace poco un colega del mundo tech con una confianza casi zen, “todos podrán crear una película completa con IA, personalizada, solo escribiendo unas cuantas indicaciones”.
Estuve a punto de responder que eso eliminaría una de las funciones esenciales del arte —conectar a personas a través del tiempo y el espacio con un solo acto de imaginación—, pero me contuve. El debate sobre la relación entre la IA y el arte está tan polarizado que muchas veces parece un diálogo de sordos.
Por un lado, están los tecnólogos entusiasmados con la idea de que la IA generativa convertirá a cualquiera en artista. Por el otro, creadores que ven en estas herramientas una amenaza directa a su trabajo —o incluso a la creatividad humana misma—. La reciente demanda de Disney y Universal contra Midjourney probablemente intensificará este choque cultural.
Es doloroso escuchar las exageraciones que surgen de ambos lados, sobre todo porque tengo un pie en ambos bandos. Tras una vida perfeccionando mi arte, me enorgullece haber escrito varias novelas best seller del New York Times y todos los episodios de mi programa de televisión Panic. En los últimos años, tras investigar diversas tecnologías para proyectos creativos, también he contribuido al desarrollo de nuevos modelos de IA.
Como alguien que trabaja tanto en IA como en las artes, permítame señalar algunos de los matices clave que se pierden en el ruido.
La IA generativa necesita artistas, no al revés
Aquí va una verdad incómoda que muchos ejecutivos del sector tecnológico prefieren evitar —pero que los artistas deberían tener muy presente: los modelos de lenguaje como ChatGPT ya consumieron casi todo el contenido disponible en internet. Para seguir mejorando, necesitan un flujo constante de nueva creación, arte fresco y original.
Sin eso, caen en un bucle recursivo: generan contenido basado en contenido generado por IA, lo que lleva a resultados cada vez más repetitivos, menos relevantes, más pobres.
Dicho sin rodeos: la IA necesita a los artistas, y sobre todo, el arte que aún no crearon. El infame meme de Studio Ghibli generado por OpenAI fue duramente criticado —y con razón, especialmente por ignorar el desprecio público de Hayao Miyazaki hacia estas tecnologías—, pero también reveló algo importante: incluso los tesoros culturales más valiosos ya fueron devorados por los modelos. Y ahora necesitan más.
Esta dependencia podría dar a los artistas una nueva forma de influencia. Podrían —colectivamente— imponer las reglas que las empresas de IA deberán respetar si quieren seguir entrenando sus modelos con contenido en línea. O podrían simplemente cerrar el grifo.
También es momento de que los creadores reconsideren su posición frente a la IA. Verla solo como una amenaza subestima su propio valor creativo y los aleja de oportunidades genuinas.
Irónicamente, en un mundo saturado de basura generada por IA, el arte hecho a mano —libros, pinturas, esculturas, performances— podría volverse más valioso que nunca. La historia lo demuestra: en la década de los 2000, con el auge del podcast, muchos vaticinaron la muerte de la radio. Sin embargo, hoy sigue siendo el doble de popular que los podcasts, casi ocho décadas después del debut de la televisión.
Sin imaginación humana, la IA genera contenido hueco
Las plataformas de IA generativa luchan por crear algo verdaderamente atractivo sin guía artística. Basta mirar la avalancha de influencers digitales: personajes artificiales que intentan imitar a los humanos, pero sin chispa ni carisma.
Y si ya estamos imaginando personajes imposibles, ¿por qué no crear uno que se vea y actúe como un dragón o una especie alienígena completamente nueva?
La razón es simple: sin alguien que inyecte imaginación, humor o belleza en el proceso, el contenido creado por IA carece de alma. No conecta. No inspira. No se vuelve propiedad intelectual relevante.
La IA generativa puede no ser esencial para los artistas, pero es una herramienta poderosa. Y me entusiasma pensar qué pasará cuando los verdaderos creadores —no los programadores— la usen como medio de exploración y narrativa. Son los artistas quienes descubrirán formas de contar historias o visualizar mundos que antes parecían imposibles.
Lo que el arte y la IA ya tienen en común
Deseo que haya más colaboración real entre artistas y desarrolladores de IA. Pero para que eso suceda, ambos deben reconocer algo esencial: aunque sus métodos difieran, ambos comparten un objetivo.
Quieren crear algo que rompa esquemas. Algo que deje huella.
En la tecnología, el éxito suele medirse en términos de eficiencia. Pero en el arte, la ineficiencia es el proceso. El ensayo, el error, la obsesión, los cambios mínimos, los detalles invisibles: todo eso es parte del acto creativo. Sin esa libertad para equivocarse, difícilmente se logra algo auténtico o memorable. Pero muchos modelos de IA generativa, en su diseño, ignoran esta lógica.
La creatividad es fundamentalmente el acto de plasmar la imaginación en el mundo; es visible en los remolinos, detalles y decisiones que reflejan el espíritu expresivo del creador.
Mi amigo tecnólogo, el que cree que las películas del futuro con IA se harán en minutos, olvida que parte del placer de crear está en el tiempo que lleva hacerlo. A veces tardo un día entero en escribir una sola página, eligiendo con cuidado cada palabra, cada metáfora. Y eso es solo el principio.
Hace poco vendí una nueva novela, La chica del lago, inspirada en mi fascinación de toda la vida por las experiencias cercanas a la muerte y la teoría de vidas pasadas. Su desarrollo incluyó años de lectura científica, charlas con expertos, escritura caótica y momentos de revelación. Nada de eso puede replicarse solo con prompts.
Una verdad incómoda para ambos bandos
Tal vez el conflicto entre arte y tecnología esté alimentado por algo más profundo: ambas industrias se parecen más de lo que les gustaría admitir.
Las dos son entornos elitistas, muchas veces cerrados a quienes no vienen de ciertas universidades, círculos o lenguajes. Ambas están impulsadas por el ego, convencidas de que su labor es una de las más importantes contribuciones a la humanidad. Y ambas, en el fondo, buscan una forma de inmortalidad: ya sea escribiendo una novela que trascienda generaciones o creando una IA que cambie el mundo.
Un poco de humildad no les vendría mal. Con ella, el diálogo entre ambos sectores podría pasar del choque a la colaboración.
Empecé a explorar la tecnología mientras investigaba para mis novelas. Nunca he olvidado que la palabra tecnología viene del griego techne, que significa “arte, oficio, técnica”.
Quizá esa raíz antigua tenga algo que enseñarnos hoy: la IA no está aquí para reemplazar al arte, sino para empujar sus límites. Brindemos por un futuro donde la IA no limite, sino amplifique la creatividad, y dejemos atrás los debates binarios que ya no nos llevan a ningún lado.