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En un mundo ideal, mi trabajo no existiría. Soy defensora de la privacidad del consumidor, lo que significa que dedico mis días a luchar por algo que debería ser automático: tu derecho a controlar y proteger tu información personal.
Desafortunadamente, fallamos. En la era de las redes sociales y la publicidad hipersegmentada, no construimos la infraestructura de privacidad adecuada para protegernos. En cambio, permitimos que las empresas tecnológicas nos vendieran la idea de que el conocimiento es poder y los datos son el precio.
Sí, el conocimiento es poder. Pero los datos —una palabra fría e impersonal que define quiénes somos como seres humanos— deberían ser nuestra mayor fortaleza. Deberíamos poder controlarlos y usarlos para mejorar nuestras vidas, no solo algo de lo que las empresas se benefician mientras nos dejan vulnerables.
Ahora, la inteligencia artificial está empeorando esta situación. Al entrar en la era de la IA, nuestros datos —quiénes somos— se han vuelto más valiosos y más vulnerables que nunca.
Tenemos al CEO de OpenAI soñando con un día en que “cada conversación que hayas tenido en tu vida, cada libro que hayas leído, cada correo electrónico que hayas leído, todo lo que hayas visto esté ahí, además de estar conectado a todos tus datos de otras fuentes. Y tu vida simplemente seguirá enriqueciéndose”.
Tenemos empresas tecnológicas que desarrollan dispositivos portátiles para rastrear nuestras emociones y afirman que la única forma en que la IA puede ser efectiva es si puede saber cómo nos sentimos en tiempo real. Nos adentramos rápidamente en un futuro donde usar gafas inteligentes capaces de grabar y que la IA procese todo lo que nos rodea será algo normal.
Tenemos chatbots de IA que se hacen pasar por terapeutas reales para que la gente comparta sus pensamientos y sentimientos más profundos y oscuros. Algunas de estas personas se han suicidado tras largas conversaciones, alimentadas por datos profundamente personales, que se descontrolaron.
En la era de la IA, los datos personales no son solo un registro de quiénes somos. Son nuestras acciones, transacciones, ubicaciones, conversaciones, preferencias, inferencias y vulnerabilidades. Son nuestras identidades, nuestra intimidad, nuestras esperanzas y sueños, y nuestros miedos y defectos. Y en un futuro repleto de amigos, terapeutas y agentes de IA, estos datos no solo reflejarán quiénes somos, sino que contribuirán a moldear en quiénes nos convertiremos. Dejar todo esto en manos de empresas con una ética cuestionable o de gobiernos con prioridades cambiantes es una apuesta arriesgada. Necesitamos mejores opciones.
Una historia de la privacidad deliberadamente simplificada
Antes de mirar hacia el futuro, puede ser útil recordar cómo llegamos hasta aquí.
En tiempos bíblicos, la privacidad era impensable. Dios era omnisciente y la vigilancia era divina. Tomemos como ejemplo Hebreos 4:13: “Y ninguna criatura está oculta a su vista; antes bien, todas están desnudas y abiertas ante los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta”.
La Edad Media tampoco ofrecía mucha privacidad. La gente solía vivir hacinada y se inmiscuía en la vida más íntima de los demás. Luego llegó el Renacimiento y la privacidad irrumpió en escena, gracias en gran parte a la imprenta. Al tener acceso a más libros, las personas tendían a retirarse a leer en silencio y a cultivar sus pensamientos privados.
La Ilustración vio cómo el concepto de privacidad personal comenzaba a popularizarse. Los pensamientos privados, las nociones de derechos de propiedad personal e incluso la idea de que el correo no debería ser leído por extraños, empezaron a normalizarse.
La era industrial trajo consigo mucho más que fábricas, trenes y ciudades en auge. Los derechos a la privacidad personal comenzaron a consagrarse en la ley. La Declaración de Derechos de Estados Unidos otorgó a las personas el derecho a estar protegidas contra registros irrazonables. El derecho consuetudinario británico nos brindó protección contra daños como la difamación (privacidad de la reputación) y la invasión de la propiedad privada.
En 1890 nació el “derecho a la privacidad“. En un ensayo del mismo nombre, los abogados Samuel D. Warren y Louis Brandeis argumentaron que las personas tienen “derecho a la privacidad”. No solo se debía proteger la propiedad privada de la intrusión, escribieron, sino también los pensamientos y las emociones. La privacidad como libertad civil comienza a tomar forma.
Luego llega la era tecnológica y las cosas se complican. Los teléfonos implican escuchas telefónicas. Las cámaras, vigilancia. Las Guerras Mundiales I y II vieron el auge de las agencias de inteligencia gubernamentales. La Guerra Fría trajo consigo numerosos juegos de espías. Los gobiernos aprendieron a disfrutar del espionaje. George Orwell escribió 1984. La privacidad sufre un duro golpe.
En respuesta, la gente decidió que necesitaba leyes para protegerse mejor de la vigilancia gubernamental. Alemania adoptó la primera ley de protección de datos del mundo en 1970. Estados Unidos aprobó la Ley de Privacidad de 1974.
Con la llegada de internet, la privacidad se deteriora rápidamente. Redes sociales, publicidad dirigida, cookies que nos rastrean por toda la web, teléfonos que registran nuestra ubicación a donde quiera que vayamos, el auge del big data: la privacidad comienza a entrar en una espiral descendente.
La definición de privacidad oscila entre el “derecho a la intimidad” y algo llamado “integridad contextual”. Esta última plantea que nuestra información personal se recopilará, pero solo se compartirá con quienes elijamos y únicamente cuando lo deseemos, en función del contexto y nuestro consentimiento.
Sin embargo, esta definición de privacidad resulta insuficiente, ya que nuestra información personal es bastante valiosa. Con el tiempo, se volvió común que las empresas ocultaran el consentimiento tras políticas de privacidad deficientes y enlaces de “Aceptar”.
Existen algunos derechos legales sobre los datos, si se reside en un lugar donde están contemplados. Leyes como el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) de Europa o la Ley de Privacidad del Consumidor de California (CCPA) otorgan a las personas el derecho a saber qué información se recopila sobre ellas, a eliminarla o a oponerse a su venta. Pero incluso con estas protecciones, las normas y sistemas de privacidad más estrictos de la actualidad tienen dificultades para mantenerse al día con la era de las redes sociales, y mucho menos con lo que está por venir.
Ahora entramos en la era de la IA y la muerte acecha, amenazando con destruir la privacidad.
La IA podría acabar con la privacidad —o podría salvarla
Hoy en día, no solo se vigila lo que vemos o compramos, sino cada aspecto de nuestra existencia: nuestras expresiones faciales, nuestros pensamientos. El potencial abuso de esta tecnología contra la privacidad es asombroso. Y nosotros contribuimos a ello.
¿Reconocimiento facial en tiempo real de alguien que perdió el tren para saber dónde vive? Hecho. ¿Conceder acceso a nuestro correo electrónico, calendario, información de tarjeta de crédito, esperanzas y sueños a un agente de IA para que nos ayude a pedir la compra, reservar vuelos o facilitarnos la vida? Hecho. ¿Desahogarnos con nuestra terapeuta o pareja virtual porque nos sentimos solos o demasiado tímidos para compartir estos pensamientos con una persona real? Hecho. (El principal uso de la IA en 2025, según los propios usuarios, será la terapia y el acompañamiento).
¿Qué significa la privacidad en una era de terapeutas, acompañantes y agentes de IA que funcionan de maneras que aún no comprendemos del todo? Desconocemos el funcionamiento de estos modelos de IA, y sin embargo, se nos pide que les proporcionemos toda nuestra información personal e íntima para que puedan funcionar mejor para nosotros. La idea de privacidad en la era de la IA parece haber dado un giro completo, como si estuviéramos regresando a aquellos tiempos bíblicos dominados por una entidad omnisciente y omnipresente. Pero incluso si algunos se convencen de ello, la IA no es Dios. La IA es una combinación de código, algoritmos y decisiones humanas, a menudo con el objetivo de acumular poder y obtener beneficios.
Pero hay buenas noticias. La IA también podría ayudar a preservar la privacidad.
Es hora de la próxima imprenta
Para recuperar la privacidad en la era de la IA, haríamos bien en aprender del pasado.
Hace 600 años, la imprenta revolucionó el mundo. Transformó el conocimiento, antes algo celosamente guardado, en algo accesible. Ahora, la gente podía llevarse ideas al bosque, leerlas en privado y regresar transformada. Ese invento, más tarde, contribuiría a impulsar la Ilustración, una revolución en la forma en que la gente concebía el poder, la verdad y la libertad. La gente podía leer en privado. Pensar en privado. Y, finalmente, exigir el derecho a la privacidad. La imprenta ayudó a transformar el pensamiento y la innovación, porque dio origen a la idea misma de la privacidad individual.
Hoy necesitamos una nueva imprenta: un sistema que nos dé control sobre la historia de nuestras vidas —nuestros datos— y que, quizás, impulse nuestros próximos avances.
Permítanme presentarles un derecho fundamental, aunque a menudo ignorado: la portabilidad de datos. En esencia, este término, que suena árido, significa algo radical: que puedes mover tus datos de forma fácil y segura donde quieras, cuando quieras, y utilizarlos en tu propio beneficio, no solo en el de las empresas.
Pero existe una gran brecha entre esa visión y nuestra realidad. Con demasiada frecuencia, las herramientas de portabilidad de datos están ocultas, son complejas o simplemente inexistentes. ¿Alguna vez intentaste descargar tus datos y terminaste con un archivo zip gigante e ilegible que no sabes qué hacer con él? Eso no es empoderamiento; es un pisapapeles digital.
La portabilidad de datos es la gran olvidada de los derechos de privacidad. Apenas conocida, rara vez priorizada. Pero si se desarrolla y se respalda con un propósito claro, podría transformar el futuro.
Imagina un mundo donde tus datos no estén atrapados en centros de datos remotos. En cambio, están cerca de casa: en una cartera o repositorio de datos seguro, bajo tu control. Ahora imagina combinarlo con un asistente personal de IA leal: una herramienta privada y local que vive contigo, aprende de ti (con tu permiso) y actúa en tu nombre. Tu IA; no la de ellos.
Un ejemplo sencillo: el seguimiento del ciclo menstrual. No hay nada más íntimo que eso. Y en lugares con prohibiciones del aborto o acceso restringido a la atención médica, tampoco hay nada más peligroso. Actualmente, millones de personas comparten esa información con aplicaciones propiedad de empresas que pueden venderla o entregarla a las autoridades mediante una orden judicial.
Pero imagina que esos datos solo existieran en tu portabilidad de datos: podrías tomarlos, transferirlos a tu IA y usarlos en tu beneficio. Esa es la diferencia entre ser vigilado y ser atendido.
Y esto es solo el principio. La IA local y controlada, junto con datos personales portátiles, podría ayudarnos a abordar grandes problemas como la salud, el cambio climático, la pérdida de empleos y la precariedad financiera, y a desbloquear servicios que ni siquiera hemos imaginado.
¿Será fácil? No. La infraestructura técnica y regulatoria necesaria aún no existe. Algunas personas, incluido el fundador de la World Wide Web, están trabajando en soluciones que podrían abrirnos el camino.
Los incentivos para hacerlo bien aún no son evidentes para todos. Las empresas que podrían ayudar a construir esta infraestructura todavía no quieren priorizarla. Pero tampoco los ricos y poderosos querían la imprenta.
Estamos en un punto de inflexión. Si no impulsamos sistemas que den a las personas el control sobre sus datos, nos encaminaremos sonámbulos hacia un futuro mucho más distópico que prometedor. Pero si lo hacemos —si construimos la próxima imprenta para la era de la IA— quizá logremos escribir una historia mejor.
Controla tus datos y controlarás tu destino.
Sí, suena grandioso. Pero hubo un tiempo en que la idea de que la gente común tuviera libros propios también lo era. Y mira lo que vino después.
Jen Caltrider es directora de investigación y participación en la Data Transfer Initiative y anteriormente dirigió la iniciativa Privacy Not Included de Mozilla.
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