La violencia de género hacia las mujeres es un problema gravísimo que afecta a todas las sociedades del mundo. Por tanto, no cabe duda de que la lucha por su erradicación es absolutamente irrenunciable.
Lejos de tratarse un problema anecdótico, afecta al 28.7 % de las mujeres en España y se calcula que, en todo el planeta, casi una de cada tres han sido víctimas de algún tipo de violencia de género. Estas personas están en peligro, padeciendo un estrés inimaginable.
Las agresiones que causa la violencia machista siguen siendo una de las manifestaciones más claras de la desigualdad. Este maltrato histórico se traduce en que las mujeres siguen sufriendo daños por el mero hecho de ser mujeres. Sus parejas (o exparejas) les agreden con el objetivo de producirles daño y conseguir el máximo control sobre ellas.
Agredidas en el círculo más íntimo
Además de poner todas las medidas legales oportunas y concienciar a la sociedad para identificar los casos, es imprescindible comprender los mecanismos cerebrales que regulan las emociones que experimentan estas víctimas.
En primer lugar, hablamos de un tipo de agresión perpetrada en un entorno de máxima confianza, de relaciones afectivas y familiares. Los agresores son personas del círculo más íntimo de la víctima, que se esfuerzan en controlar y aislar a su pareja, dejándole sin el escudo protector del afecto social. Como consecuencia, ellas suelen experimentar una espiral de violencia y miedo. Es lo que se ha bautizado como círculo de la violencia de género.
Como consecuencia de este abuso, muchas mujeres sufren lesiones, traumas y, en muchos casos, incluso problemas de salud crónicos que van desde dolores de cabeza o problemas de insomnio a cuadros de ansiedad o depresión.
El cerebro cambia con el abuso
La situación puede derivar en cambios en sus cerebros. Es más, lo grave es que estas modificaciones pueden tener repercusiones a largo plazo en su salud mental y su bienestar personal.
Investigaciones recientes sugieren que, ante las agresiones físicas y psicológicas continuadas propias de la violencia de género, el cerebro experimenta daños neuronales detectables.
En concreto, varios estudios con técnicas de neuroimagen han mostrado que, entre otras cosas, el maltrato daña una de las estructuras más relevantes en la conectividad cerebral: la materia blanca. La materia blanca se sitúa en zonas profundas del cerebro y está formada por los axones o fibras nerviosas responsables del trasiego de información entre neuronas.
También se ha comprobado que los cerebros de las mujeres víctimas de malos tratos son menos voluminosos. Además, la exposición a la violencia hace que se reduzca la profundidad de los pliegues y surcos del cerebro humano, que al aumentar su área total permiten la presencia un mayor número de neuronas. Con surcos más superficiales y menos neuronas, la capacidad de procesamiento de la información se reduce.
Por otro lado, no hay que obviar que nuestro sistema nervioso es el garante de nuestro comportamiento en grupo y nuestras habilidades sociales. Algunas mujeres que sufren violencia de género en el marco familiar muestran daños en áreas corticales concretas relacionadas con el cerebro social. Entre otras cosas, se ven afectadas las regiones que nos permiten manejar las interpretaciones que, constantemente, hacemos sobre las conductas e intenciones propias o ajenas.
Lo mismo ocurre con las estructuras relacionadas con el procesamiento de la información: según una investigación de 2016, las mujeres que sufren violencia de género sufren lesiones que afectan al comportamiento y la toma de decisiones como la amígdala, la corteza prefrontal, el hipotálamo y el hipocampo. Y eso puede mermar su capacidad de planificar, organizar, resolver problemas, tomar decisiones, mantener la atención y adaptarse al entorno.
Aumentan la depresión y la ansiedad
Estos hallazgos han puesto sobre la mesa lo compleja que es la interrelación entre la violencia y la estructura del cerebro de las víctimas. En paralelo, el estrés que genera sufrir agresión sistemática afecta a los niveles de sustancias claves para la regulación del estado de ánimo y las emociones como la serotonina, el cortisol o la dopamina. La alteración de la química del cerebro puede ser la razón del desarrollo de trastornos depresivos, de ansiedad y otros problemas emocionales habituales en estos casos.
Por suerte, no tienen por qué ser daños permanentes. Aunque la violencia puede modificar profundamente el cerebro, afectando áreas cruciales relacionadas con la memoria, el control emocional o la respuesta al estrés, nuestra mente tiene una notable capacidad para sanar. Y con el tratamiento adecuado, las víctimas pueden recuperar su calidad de vida.
Susana P. Gaytan es profesora Titular de Fisiología en la Universidad de Sevilla.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lee aquí el original.