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La joya de La Corona

De jabón de perro a ícono nacional, Zote es una marca que, sin grandes pretensiones de branding, se coló en los hogares y la memoria colectiva de los mexicanos.

La joya de La Corona [Foto: Brenda Peralta | Fast Company México]

Poco supimos acerca de doña Isabel, de su vida o de las circunstancias que la llevaron a necesitar ayuda en forma de despensa básica. Era abril de 2020 y lo primero que se dedujo fue que esa bolsa de plástico llena de víveres que tenía en las manos era una ayuda ante la entonces recientemente declarada pandemia de covid-19. 

En las imágenes –que dieron la vuelta al mundo–, doña Isabel no contuvo su desdén por lo recibido. Arroz, aceite, harina… y una barra de jabón Zote. “¡Jabón de perro nos mandaron, ve!”, dijo ante la cámara que grababa su rabieta para la posteridad digital mientras preguntaba cómo sobreviviría dos semanas con lo que le habían entregado. “¡Este jabón es para bañar perros, no para bañar gente!”, se le vio gritar.

Doña Isabel sería nombrada Lady Zote, un apodo que la acompañaría desde el tiempo en que fue tendencia en redes sociales, hasta el día de su muerte, poco más de dos meses después de que su video se hiciera viral.

En minutos, millones de voces mexicanas se alzaron. Con un poco de rabia, mucha memoria, memes divertidos y anécdotas, defendieron al tabique rosa. Porque cuando insultas al Zote, insultas un jabón –sí, pero también a la dignidad doméstica de un país. 

Los internautas recordaron que el Zote sirve para todo: quitar manchas, lavar estufas, curar piquetes y bañar, sí, al perro, pero también al niño. Recordaron que, tanto en las casas de adobe, como en los departamentos con lavadora nueva, esa barra siempre tiene su lugar. Y no porque lo diga la televisión, sino porque lo dice la abuela.

“Lo más poderoso fue que nosotros no dijimos nada, y la gente lo dijo todo”, cuenta Daniel Jiménez, gerente de jabonería en La Corona. “Eso no se compra. Eso se gana con años de cumplirle a los consumidores”, dice.

Ese día, el jabón se convirtió en bandera y el Zote, en trinchera orgullosamente mexicana.

Del lodo bendito a la barra rosa

Siempre que puede, Daniel cuenta la historia del jabón a la que le gusta llamar “el lodo bendito”. Según relata, en la antigua Roma, las mujeres lavaban su ropa a orillas del río Tíber. Un día, al frotar una prenda con el lodo de la ribera, descubrieron que salía más limpia que de costumbre. ¿Qué tenía ese lodo? Provenía del Monte Sapo, donde se hacían sacrificios de animales. Las cenizas, la grasa derretida y la arcilla se mezclaban en la tierra, formando accidentalmente el primer jabón.

“El jabón no se inventó, se descubrió”, dice Daniel. Y desde entonces, esa mezcla ha acompañado a la humanidad en su búsqueda de limpieza y salud.

En México la historia del jabón encontró tierra fértil para convertirse en leyenda. “México tiene una tradición de limpieza que destaca a nivel mundial”, explica Daniel. “El consumo per cápita de productos de limpieza es de los más altos del mundo. Somos un país limpio, desde tiempos prehispánicos”.

Esa cultura de higiene ha acompañado el desarrollo de marcas como La Corona, fundada en 1920, en medio del caos político, económico y social tras la Revolución. Su fundador, Esteban González Padilla, era un comerciante de Tepatitlán, Jalisco, que compró una partida de grasa animal. Tuvo una disyuntiva: revenderla con poca ganancia o transformarla en jabón. Eligió lo segundo.

“No hacía jabón, pero tenía visión. Buscó a un maestro jabonero, llamado Martín del Campo y lo trajo a la Ciudad de México. Ahí empezó todo”, cuenta Daniel.

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Dos barras de jabón de La Corona, frente a una ilustración de los baños donde se ubicó su primera sede. [Foto: Brenda Peralta]

Lo primero que el maestro Del Campo dijo que se necesitaba era un espacio apto para fabricar el jabón. Así, la primera sede fue un edificio en la calle Peralvillo, donde previamente operaban unos baños públicos llamados La Corona. Era una instalación de la época colonial, que antes había albergado una escuela y antes de eso, un convento. De ahí surgió el nombre. “La gente decía ‘vamos a La Corona’ a comprar jabón. Y así se quedó. Qué suerte que no se llamaran ‘El Ajolote’ o algo así”, bromea el ingeniero.

Durante sus primeras décadas, la empresa creció de manera acelerada. En 1950, don Esteban dejó la dirección de la empresa y la pasó a manos de su hijo Antonio. La fábrica se mudó a la colonia del Rastro, y luego, en la década de 1970, a su actual planta en el Estado de México. Bajo el liderazgo de Antonio González, la marca diversificó su portafolio: primero el jabón Corona, luego Tepeyac, Roma, Foca, Blancanieves, Doña Blanca. Sumando, posteriormente, a la familia de productos el aceite comestible 123 y la pasta dental Briden.

El hito llegó en 1970 con el nacimiento de Zote. En esa época, su jabón Tepeyac era el líder, pero la competencia lanzó un jabón rosita, envuelto y con perfume. En respuesta, La Corona creó un jabón de tocador y lavandería, con una fórmula avanzada. Fue de los primeros en fabricarse con ácidos grasos destilados, un proceso que mejora la pureza del producto.

Al mismo tiempo, otra jabonera llamada Lourdes fabricaba el jabón Querétaro. Por su tamaño, la gente lo llamaba “el jabonzote”. Cuando La Corona compró esa marca, decidió rebautizar al Tepeyac y formalizar lo que el pueblo ya había nombrado como Zote.

“Es curioso que la gente lo bautizara antes que nosotros. Pero eso también habla de su conexión con el consumidor”, reflexiona Daniel.

Con los años, la empresa ha resistido crisis económicas, cambios de gobierno, tratados de libre comercio, competencia internacional y nuevas tendencias. Su enfoque, sin embargo, nunca ha sido el crecimiento por sí mismo. “Muchas marcas se perdieron en el camino. Nosotros seguimos aquí, porque nunca dejamos de hacer bien lo básico”, dice Daniel. Hoy, Jabones La Corona produce más de dos millones de barras de jabón al día y exporta a más de 20 países.

“Es una empresa que no necesita protagonismo. Solo necesita que el jabón funcione. Y lo hace”, dice.

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Daniel Jiménez, gerente de jabonería en La Corona | Foto Brenda Peralta

Zote es una marca sin publicidad. No tiene campañas omnipresentes en redes sociales, no gasta en embajadores, no patrocina deportistas, ni sale en el Super Bowl. Aun así, es una de las marcas más queridas y reconocibles de México.

Cecilia Madero, estratega digital y directora de la agencia Conversión Marketing dice que “la marca Zote es un ejemplo de un producto que es bueno y se pasa de generación en generación como algo básico para el hogar. La promesa que hace a sus clientes es de ser un producto sencillo, que funciona, que rinde y que cualquiera puede adquirir”.

Además de su aroma particular, el logotipo de Zote es parte ya del imaginario colectivo. La palabra ZOTE está escrita en una tipografía muy parecida a ARB 93 Steele, pero con modificaciones; principalmente en el brazo central de la letra “E”, el cual es más corto para permitir un interletrado más amigable a la vista. 

Sus letras, gruesas, sólidas y con cierto volumen que genera sombra, refuerzan la sensación de peso y durabilidad. Cada letra tiene un contorno blanco que resalta sobre el fondo, dándole protagonismo absoluto. Es una fuente simple, pero con gran impacto visual, diseñada para ser vista desde lejos.

El nombre está contenido dentro de un óvalo rosa intenso, en contraste con el fondo blanco del empaque. Enmarcando el logotipo, tres líneas curvas simulan movimiento, como si el logo estuviera dejando una estela. Estas líneas agregan energía y modernidad a un diseño que, de otro modo, sería muy rígido.

Esta imagen se ha mantenido casi intacta por décadas, y es su estética nostálgica la que conecta con generaciones que crecieron viendo al Zote en casa.

Madero explica que “lejos de ser un problema es un acierto, ya que es totalmente reconocible por cualquier persona (…) Es una marca que no necesita gritar su valor por ningún otro medio de comunicación que el de la tradición, ser parte de la casa y de los básicos del hogar”.

Lo que comenzó como una barra de jabón de lavandería se convirtió en símbolo de limpieza, de familia y de resistencia. En un país donde lo simple a veces se confunde con lo inferior, Zote ha demostrado que la calidad no siempre necesita adornos. “Zote es un jabón que no presume. Cumple”, resume Daniel.

El arte de la limpieza

El parque industrial –que comprende la fábrica de jabones, la planta de aceites, la de detergentes, las bodegas, el corporativo y los laboratorios– tiene una extensión de más de 60 hectáreas. Para llegar a la fábrica de jabones se debe atravesar un extenso patio rodeado de árboles y caminos marcados con líneas amarillas para evitar que los montacargas colisionen con la gente.

Entrar es como cruzar el umbral de una maquinaria viva. Lo primero que impacta no es solo el tamaño (que impone, sí), sino la armonía con la que todo parece respirar. Los techos altos, sostenidos por estructuras metálicas azules, dejan filtrar la luz del día a través de amplios tragaluces.

Hay algo solemne en ese juego entre acero, orden y claridad. Todo está donde debe estar. Cada línea de producción, cada válvula, cada caja se encuentra en su sitio. 

El ruido es constante, pero no aturde; zumban motores, vibran bandas, crujen cajas y suena, de tanto en tanto, el golpe seco del troquel que imprime la palabra ZOTE sobre las barras recién hechas. Es una sinfonía industrial, repetitiva pero nunca monótona, que lleva más de medio siglo tocando la misma partitura.

Todo es pulcro; los pisos brillan, las máquinas relucen, los operarios visten limpio. Aquí el estándar es lo impecable.

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Trabajador de la planta de jabones revisa las barras de Zote [Foto: Brenda Peralta]

Durante el recorrido por la planta, los aromas cambian cada pocos metros. Primero, el olor neutro del cebo fundido; luego, el vapor salino que recuerda al mar, y más adelante, la citronela aparece de golpe, fresca, punzante, casi como entrar a un campo de limones dulces.

La elaboración del jabón Zote combina precisión industrial con un respeto casi artesanal por la fórmula original. Aunque la planta en el Estado de México es una de las más modernas del mundo, el principio básico del jabón sigue siendo el mismo desde hace miles de años: grasa, más sosa, más agua.

Todo comienza con las materias primas. Jabones La Corona refina sus propias grasas animales y aceites vegetales. “Antes dependíamos de importaciones. Hoy somos autosuficientes. Refinamos en casa para asegurar la calidad”, dice Daniel. El proceso elimina olores, colores e impurezas. “El cebo llega de color café. Lo dejamos blanco, sin olor. Así garantizamos que el jabón no tenga notas desagradables”.

En la planta se utilizan dos métodos para fabricar la base del jabón: la saponificación directa y el proceso de hidrólisis. En la saponificación, grasa, aceite, sosa cáustica, sal y agua se combinan en reactores de flujo continuo. La hidrólisis, por su parte, separa los ácidos grasos de la glicerina usando vapor a alta presión. “Eso nos permite obtener una base más pura. Usamos ambos métodos según el tipo de jabón”, explica.

Una vez formada la pasta, se seca en torres especiales hasta alcanzar un nivel de humedad ideal: entre 25% y 30% en el caso del Zote. Luego se le agrega perfume (a base de citronela) y color, si aplica. “El perfume lo desarrollamos nosotros. Es parte de nuestra identidad. No es un aroma genérico de catálogo”, dice Daniel.

La mezcla pasa a una extrusora que moldea una barra continua. Después, un troquel graba el nombre ZOTE, con el mismo molde desde 1970. “Tenemos un troquel original reservado para visitantes. Es una tradición que cada quien se lleve su propio Zote hecho a mano”.

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La barra de jabón pasa por un troquel para grabar la palabra ZOTE [Foto: Brenda Peralta]

Después de troquelar, el jabón se corta, se enfría y se empaca. Las versiones nacionales se envuelven en papel no hermético, lo que permite que el jabón pierda humedad con el tiempo (sin perder eficacia). Para exportación, especialmente a Estados Unidos, el empaque es sellado para mantener peso constante. “Allá no importa si sigue lavando igual. Si dice 400 gramos, tiene que pesar 400 gramos un año después”.

Cada color tiene su público. Rosa, blanco y azul comparten fórmula, pero responden a preferencias culturales o estéticas. “El rosa es el más vendido. Pero el blanco, por ejemplo, lo prefieren quienes lavan ropa de bebé o tienen piel sensible”, explica.

Zote también se fabrica en presentaciones pequeñas —como barras de 200 y 100 gramos—, así como en forma de escamas y en versión líquida. Estas dos últimas se lanzaron para combatir las imitaciones. “En todos lados veíamos ‘Zote líquido’ que no era nuestro. Decidimos hacerlo bien. Tarde, pero con calidad.”

En total, se producen más de 600 toneladas de jabón Zote cada día. “Y podríamos vender más, pero no damos abasto”, dice Daniel, quien asegura que la demanda supera a la oferta.

Al final del recorrido, lo que queda claro es que Zote no solo se hace con precisión, sino con convicción. “Es un jabón que sigue lavando como el primer día. Y eso, en estos tiempos, es mucho decir.”

Una empresa sin rotación, sin marketing y sin prisa

Daniel nos lleva por los pasillos laberínticos de la planta y saluda por nombre a decenas de empleados. “Él es Chavita, lleva 43 años aquí; entró a los 17. Ese es su hijo, en empaques. Y su nieto está en el almacén”, señala. Las historias familiares se cruzan como líneas de producción.

La cultura interna de La Corona es tan consistente como su jabón. “Aquí la rotación es nula. Casi es trabajo de por vida”, dice el ingeniero. Más de 5,300 personas trabajan en la empresa. Hay familias completas: abuelos, hijos, nietos. “Cuando hay una vacante, se abre primero a familiares de trabajadores. Eso crea pertenencia desde niño. Muchos crecen diciendo: ‘yo quiero entrar a La Corona’”.

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Trabajador en la planta de jabones de La Corona [Foto: Brenda Peralta]

A dos kilómetros de la fábrica hay un centro deportivo con cancha de futbol, alberca y otras instalaciones para hacer ejercicio. “Es muy completo”, dice Ramiro uno de los trabajadores de la planta de jabón de tocador. “Es exclusivo para los trabajadores y a donde nos vamos a convivir y a relajar con los compañeros”, explica.

La empresa no cotiza en bolsa, no tiene holdings detrás y no planea cambiar eso. “Estamos en la cuarta generación. Todos los dueños trabajan aquí, con horario y escritorio. Son parte de la nómina. No dirigen desde lejos”, asegura Daniel.

Las decisiones no responden a modas. “No lanzamos productos por ocurrencia. Si algo se hace, es porque hay necesidad real y sabemos hacerlo bien”, afirma. Así ocurrió con el Zote líquido, lanzado para evitar que otros lucraran con su nombre.

El trato al proveedor es igual de directo. “Pagamos a tiempo. No negociamos sobre lo pactado. Eso nos permite tener relaciones duraderas”, dice. También ofrecen prestaciones por encima del promedio, instalaciones recreativas y estabilidad.

“El objetivo no es el protagonismo ni maximizar utilidades. Es ser fuente de bienestar. Esa es nuestra visión”, concluye Daniel. Y esa visión —sencilla, pero firme— es lo que sostiene a la marca.

Del barrio a Corea sin alterar la esencia

Para llegar a la azotea del edificio de departamentos donde vive en la colonia Aragón La Villa, la señora Juliana debe subir —cargando la ropa sucia y el dolor de la ciática— una estrecha escalera de metal con forma de caracol. “Ahorita rápido le quitamos la mancha, señorita Emma”, dice mientras pisa cada peldaño con la seguridad de que el mole embarrado en la orilla de mi camiseta blanca no dejará huella.

Frente al lavadero, toma una jícara de plástico azul y comienza a hacer magia. “Con unas cuantas pasadas del Zote quedará como nueva”, dice. La barra rosa suelta espuma mientras las manos de la señora Juliana, que aprietan con fuerza el tabique de jabón, suben y bajan por la prenda con movimientos acelerados, a veces violentos, pero siempre con ritmo. “Así es como arreglamos estos accidentes en el barrio”, dice. Y quizá así sea no solo en el barrio, sino más allá del océano y los continentes.

Y es que Zote no ha cambiado su fórmula, pero ha sabido adaptarse a otras culturas. Se vende en Estados Unidos, Corea del Sur, Colombia, Guatemala, Ghana y otras decenas de países. “No fue que salimos a conquistar mercados. Nos buscaron. Y eso tiene mucho mérito”, dice Daniel.

En Corea se vende como artículo premium con un precio de hasta 300 pesos para la barra de 400 gramos. Por otro lado, en Ghana, la misma presentación se comercializa como un producto confiable a 69 pesos. En Estados Unidos, se vende como nostalgia a 83 pesos por 200 gramos. En otros países, como Panamá, ya han detectado imitaciones: jabones turcos con envoltorio similar. “Hasta nos copian el diseño. Pero se nota la diferencia”, afirma.

Zote también ha sido inspiración cultural. Elisa Miller, cineasta ganadora de la Palma de Oro en Cannes, filmó su corto Roma dentro de la fábrica. Mientras tanto, en redes sociales abundan los tutoriales y los usos alternativos: desde carnada para pesca hasta remedio esotérico. “Una vez detectamos una banda que vendía Zote raspado como jabón mágico para amarres”, cuenta Daniel entre risas.

Y aunque han pasado más de 50 años, la marca sigue conectando con nuevas generaciones. “Lo importante es que todo eso nace de la comunidad. Nosotros solo facilitamos”, dice.

La innovación aquí no es solo tecnológica, también es emocional

En un mercado donde todo cambia, se reinventa y se desecha con rapidez, Zote no ha necesitado disfrazarse de algo que no es. No tiene publicidad, pero tiene comunidad. No presume innovación, pero ha cruzado continentes. No cotiza en bolsa, pero vale más que muchas marcas que sí.

“La calidad no es lo que yo digo, es cómo la percibe quien la usa”, resume Daniel. “Si el producto les sirve, si les rinde, si confían en él, entonces ya hicimos nuestro trabajo”.

Esa filosofía ha guiado a Jabones La Corona durante más de cien años. Su misión no incluye palabras de moda, pero sí una claridad que muchas empresas han perdido: ser una fuente de bienestar para quienes trabajan dentro y para quienes usan sus productos afuera.

Quizá Doña Isabel nunca conoció esta historia, ni lo mucho que el Zote podría haberla ayudado en aquellos meses de incertidumbre y cuarentena. Y es que ese jabón rosa que a ella le pareció poco digno, era para millones de personas justo lo contrario. Su aroma a citronela es el olor de la constancia, de la certeza de que hay cosas que no fallan.

Tal vez ella no lo sabía, pero los mexicanos sí y, con orgullo, se lo contamos al mundo.


Este artículo fue publicado originalmente en la edición Verano 2025 de Fast Company México.

Author

  • Emma Sifuentes

    Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad del Valle de México, cuenta con más de 20 años de experiencia en la comunicación, tanto en el sector público, como en el privado. Como editora, busca contribuir a la conversación sobre cómo moldear un futuro que valore la humanidad, la justicia y la igualdad.

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Sobre el autor

Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad del Valle de México, cuenta con más de 20 años de experiencia en la comunicación, tanto en el sector público, como en el privado. Como editora, busca contribuir a la conversación sobre cómo moldear un futuro que valore la humanidad, la justicia y la igualdad.

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