
El término community engagement ha dejado de ser un aspecto que da color a los reportes de sostenibilidad para convertirse en un requisito operativo. En un país como México, donde el agua es el factor crítico para la viabilidad de comunidades, industrias y la producción de alimentos, reconocer que el compromiso comunitario impacta directamente en la seguridad hídrica y en la resiliencia de las cadenas de valor es urgente ¿Será que finalmente lo hemos entendido?
El valor de los beneficios compartidos
Lo que hoy las empresas comprenden con mayor claridad es que el agua es el pulso del desarrollo transversal. Cuando se gestiona de manera conjunta, aparecen beneficios que van mucho más allá del acceso al recurso: salud, educación, cohesión social, productividad agrícola y prosperidad económica local. Lo que antes se veía como impactos contextuales, hoy forma parte del diseño estratégico.
¿Por qué? Primero, porque la gestión comunitaria del agua reduce riesgos concretos: una cuenca conservada asegura la continuidad del suministro y mejora la calidad de los insumos. Segundo, porque esos beneficios amplifican el retorno social y económico de la inversión; ya no hablamos solo de reputación, sino de valor real y duradero para las operaciones.
Codiseño y corresponsabilidad
La experiencia en Latinoamérica muestra que no se puede diseñar desde afuera sin escuchar y observar suficientemente. Los proyectos que llegaron con soluciones “listas para implementar” y con la expectativa de que la comunidad debía adaptarse fracasaron. Ignorar los sistemas comunitarios de gestión del agua ha sido una receta para la baja adopción y la desconfianza. La cultura, las prioridades locales y las formas tradicionales de administrar el recurso son el terreno sobre el cual se construyen las soluciones más resilientes.
Si queremos impactos reales, el codiseño no es opcional. En Latinoamérica, integrar saberes locales sobre el agua con tecnologías y capital privado produce soluciones más relevantes, equitativas y escalables. La corresponsabilidad implica acuerdos claros sobre roles, beneficios y riesgos; esquemas de incentivos alineados; y mecanismos para que los propios beneficiarios sean gestores y custodios del agua que comparten.
Inversiones sostenibles y horizontes más largos
Los impactos transformadores requieren paciencia, inversiones escalonadas y estructuras financieras mixtas. Hoy empiezan a aparecer contratos basados en resultados ligados al agua —como disponibilidad en la cuenca o continuidad de suministro— que permiten a empresas y comunidades compartir riesgos y beneficios.
Aprovechar blended finance y escalar en etapas hace posible conciliar la necesidad de métricas claras con la realidad de procesos comunitarios que evolucionan en el tiempo.
Del discurso a la acción conjunta
La región está transitando de un enfoque que dicta qué debe hacer la comunidad a otro que busca codiseñar con ella, respetando contextos culturales, capacidades locales y prioridades reales. El camino no es multiplicar proyectos aislados, sino invertir en procesos que generen impactos duraderos: complementar los KPI con indicadores de bienestar, confianza y resiliencia hídrica.
En definitiva, el agua es el eje transversal que conecta riesgos empresariales y bienestar comunitario. Apostar a ella como pulso de desarrollo compartido es pasar del discurso a la estrategia, y de la estrategia a la acción conjunta en los territorios.