
No es que seamos malos ciudadanos (bueno, hay quienes sí), pero ejercemos una ciudadanía promedio, sin sentido de comunidad. La falta de agencia y compromiso colectivo están saboteando nuestro futuro compartido.
“Separa la basura”.
– ¿Para qué, si el señor de la basura la junta toda?
“Hay una fuga”.
– Ay, es verdad, pero seguro alguien ya avisó.
“Deja de usar tanto el coche”.
– ¿Y los demás qué? ¿Van a dejar de contaminar también?
Este tipo de frases, repetidas como mantras de resignación, revelan una crisis profunda: la pérdida del sentido de agencia. Aun sabiendo que estamos enfrentando un colapso climático sin precedentes, el impulso a actuar colectivamente se disuelve entre la indiferencia y la desconfianza en los otros.
En la esfera empresarial, esto se traduce en otra versión del problema: compañías que reconocen su impacto ambiental, pero lo postergan con discursos sobre “transformaciones estructurales que requieren tiempo”. Mientras tanto, los informes de sostenibilidad se llenan de buenas intenciones, pero el mundo sigue calentándose.
La Tragedia de los comunes: ¿de quién es el problema?
La Tragedia de los comunes, concepto formulado por el ecólogo Garrett Hardin en 1968, describe lo que ocurre cuando múltiples individuos usan en exceso un recurso compartido (como un pastizal, un bosque, o el aire) guiados por el beneficio personal inmediato, sin considerar el deterioro colectivo a largo plazo.
Cada individuo –o cada empresa– actúa racionalmente desde su perspectiva: “Mi ganancia es mayor si exploto un poco más el recurso”, pero el costo de ese deterioro se reparte entre todos. El resultado: agotamiento de recursos, crisis ecológica, colapso sistémico.
Hoy, los “comunes” son tan amplios como invisibles: el agua subterránea, la calidad del aire, la biodiversidad, el silencio urbano. El cambio climático no es una externalidad más: es el síntoma de un modelo económico y cultural que no reconoce límites ni responsabilidades compartidas.
Imaginen que estamos en una casa que se está incendiando. Vemos las llamas, sentimos el calor, olemos el humo… pero en lugar de correr, nos acomodamos mejor en el sillón (sí, como el meme del perrito), sacamos palomitas, y decimos: “Alguien lo apagará”. Eso estamos haciendo para lidiar con el cambio climático.
Entonces, ¿de quién es la culpa?
Porque mientras discutimos si es justo o rentable liderar el cambio, el costo del no hacerlo se dispara. De acuerdo con el Banco Mundial, los impactos del cambio climático podrían empujar a 132 millones de personas a la pobreza para 2030 si no se toman medidas urgentes. Y según Deloitte, el costo de la inacción climática podría superar los 178 billones de dólares hacia 2070.
La paradoja es clara: actuar cuesta, pero no actuar cuesta más. A todos y a todas.
El sentido de comunidad –esa capacidad de pensar y actuar con otros y para otros– se ha debilitado tanto que hoy parece revolucionario. En lo individual, esto se manifiesta en la parálisis; en lo empresarial, en la inercia y la narrativa del “business as usual“.
El futuro no está escrito, pero sí se está decidiendo ahora
No se trata de apelar al miedo ni al catastrofismo. Se trata de asumir que la transformación será incómoda, pero necesaria. Que cada empresa tiene un rol clave, no solo como emisora o consumidora, sino como generadora de narrativas y posibilidades.
Lo dijo la científica ambiental Vandana Shiva: “No vivimos en un mundo de cosas separadas, sino en una red de relaciones. Proteger la vida no es una opción moral, es una condición para seguir existiendo.”
Esa red empieza con decisiones. Diarias. Pequeñas. Pero también sistémicas.
Roman Krznaric, filósofo y autor de El buen ancestro, menciona que el gran reto del siglo XXI no es la tecnología, sino la ética intergeneracional. ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar hoy por personas que ni siquiera conocemos?
Según un estudio de la ONU, al ritmo actual de emisiones, podríamos alcanzar un aumento de temperatura de 2.9°C a finales de siglo. La cifra tal vez no nos dice nada, pero tradúzcanlo así: cosechas fallidas, migraciones masivas, guerras por agua, y negacionismo político.
La tragedia no es que no sepamos qué hacer, es que no nos importa lo suficiente.
Accionemos en común
1. Construyamos comunidades de cambio.
Las transformaciones reales no se hacen en solitario. Si lideras una empresa, forma parte de coaliciones, impulsa estándares comunes en tu industria, colabora con ONGs y gobiernos. La acción colectiva no es caridad, es estrategia de mitigación de riesgo.
2. Hagamos algo y seamos constantes.
Tu acción solitaria no salvará al mundo, pero la inacción colectiva sí lo destruye. Haz algo positivo para el planeta todos los días, sé consistente, sé responsable. Como dice Krznaric: “No eres sólo un eslabón en una cadena rota; puedes ser el nudo que sostiene algo”. La urgencia es del presente, pero el legado es del futuro.
3. No eduquemos, contagiemos.
Cambiar el mundo con facts no sirve. El 74% de las personas no modifica su comportamiento con datos, sino con emociones y ejemplos cercanos.
Y colorín colorado, este planeta no se ha acabado… todavía, ¡despertemos y actuemos ya!