[Foto: Wavebreakmedia Ltd/Getty Images]
Fingir en el trabajo suele ser mal visto. Celebramos la autenticidad, los elogios y la honestidad, y predicamos la transparencia radical, como si el entorno laboral mejorara mágicamente si todos expresaran su “verdadero yo” sin filtros.
Pero imaginen por un momento cómo se vería la autenticidad humana sin editar en un entorno corporativo: compañeros que anuncian cada irritación, jefes que confiesan cada inseguridad, líderes que comparten cada pensamiento impulsivo u opinión a medias. De hecho, ¡no se ve muy diferente de muchos lugares de trabajo!
Y, sin embargo, la mayoría somos muy conscientes de los peligros de la autoexpresión pura, incluso si la comprensión proviene principalmente de analizar a los demás en lugar de a nosotros mismos. Es por eso que —la mayoría— de la gente no le grita a su jefe cuando está molesta, por eso los equipos no critican abiertamente a cada compañero que les resulta irritante y por eso no llegamos a las reuniones de los lunes narrando todo el desenlace emocional de nuestro fin de semana. Bueno, algunos lo hacen, pero es doloroso presenciarlo y, como mínimo, incómodo. La honestidad total no es una virtud, sino un riesgo para la reputación.
Autoedición estratégica en el trabajo
Por esa razón, fingir ser bueno o participar en una autopresentación estratégica —adaptar tu comportamiento para sacrificar tu derecho a la autoexpresión en beneficio de los demás y, a su vez, de ti mismo— es mucho más común de lo que creemos. La mayoría de los profesionales realizan pequeños actos estratégicos de autoedición o gestión de impresiones a diario; y los mejores lo hacen tan bien que dan la impresión de ser auténticos.
Los ejemplos incluyen:
- Sonreír cortésmente durante una reunión tediosa a la que preferirías no asistir, porque simplemente no tiene sentido.
- Fingir que tienes más confianza de la que sientes antes de hacer una presentación, porque eso te hace parecer más competente.
- Restarle importancia a la frustración con un colega para mantener la armonía del equipo, porque ¿qué sentido tiene escalar los problemas?
- Expresar entusiasmo por una nueva iniciativa que sospechas que podría no sobrevivir el trimestre, porque la alternativa —expresar tu objeción sincera— pondrá en peligro tu prestigio político.
Lubricante social
Sin duda, los ejemplos anteriores no son fallos morales, sino el lubricante que impide que los grupos humanos se desintegren. Y, con frecuencia, es preferible cierto grado de falsedad a la honestidad total o la transparencia radical. Por ejemplo, la mayoría de la gente prefiere la amabilidad fingida a la grosería genuina, o la retroalimentación positiva falsa a la crítica honesta.
- Un líder que comparte todos los miedos o inseguridades desestabilizaría a su equipo.
- Un colega que ofreciera comentarios sin filtrar sería insoportable.
- Un empleado que atiende al público y reacciona de manera auténtica ante clientes groseros pondría en riesgo a la empresa —y perdería su trabajo antes de que esto se convierta en un patrón—.
- Un jefe que “dice lo que realmente piensa” durante las evaluaciones de desempeño terminaría con más renuncias que planes de desarrollo.
Para complicar aún más las cosas, la simulación es extremadamente difícil de evaluar, en parte porque las personas se mienten a sí mismas constantemente, y a menudo por razones adaptativas. Evolutivamente, el autoengaño ayudó a los humanos a proyectar confianza, reducir la ansiedad y persuadir a los demás: engañar a los demás es más fácil cuando uno puede engañarse a sí mismo primero. Los sesgos cognitivos como el sesgo de optimismo —”Soy más capaz de lo que sugiere la evidencia”— o la ilusión de control —”Tengo esto bajo control”— ayudan a las personas a navegar la incertidumbre y a mantener la motivación. Estos sutiles autoengaños difuminan la línea entre la simulación estratégica y la creencia genuina.
Curando nuestra personalidad corporativa
Entonces, ¿cómo debemos interpretar la incesante presión para “ser honesto”, “ser uno mismo” o “entregarse plenamente al trabajo”? En el mejor de los casos, estos mantras son idealistas; en el peor, hipócritas. A menudo queremos que los demás sean radicalmente transparentes para poder conocer mejor sus debilidades y vulnerabilidades… mientras que, discretamente, cuidamos nuestra imagen profesional para parecer competentes, serenos y agradables.
En realidad, los lugares de trabajo funcionan mejor cuando las personas saben fingir de forma constructiva. La gestión de impresiones no es el enemigo; en muchos sentidos, es el ingrediente conductual que sustenta la inteligencia emocional. Las personas que pueden controlar sus impulsos, moderar sus reacciones y gestionar la impresión que transmiten son más fáciles de seguir, más fáciles de colaborar y mucho más eficaces como líderes.
Lo que importa es cómo te perciben los demás
Fundamentalmente, lo que importa no es cuán auténtico u honesto te creas, sino cuán auténtico y confiable te perciben los demás. Y aquí radica la paradoja: las personas percibidas constantemente como auténticas, sensatas y confiables tienden a realizar una gestión estratégica de las impresiones.
Los ejemplos incluyen:
- Líderes que ensayan sus discursos “espontáneos” para asegurarse de que suenen con sinceridad.
- Directivos que regulan deliberadamente sus emociones para proyectar calma bajo presión —más Angela Merkel que Tony Soprano—.
- Colegas que muestran empatía conscientemente, incluso cuando no la sienten de forma natural, porque saben que fortalece las relaciones. Cabe destacar que, dado que la empatía evoluciona como una adaptación neuronal para priorizar a las personas genéticamente relacionadas con nosotros —o que forman parte de nuestra tribu—, la única manera de trabajar con personas diferentes es fingir empatía, adoptando en cambio una tolerancia y amabilidad racionales o artificiales.
Nada de esto es falso en el sentido engañoso: es una práctica, es intencional y está orientado a los demás, y es precisamente por eso que funciona.
Un equilibrio entre honestidad y tacto
Al final, el verdadero error es tratar la autenticidad y la falsedad como opuestos. Los lugares de trabajo saludables dependen de personas que se gestionen con consideración, hablen con honestidad pero con tacto, y proyecten la mejor versión de sí mismos, entendiendo dónde termina su derecho a “ser ellos mismos” y dónde comienza su obligación con los demás, incluso cuando no coincida perfectamente con lo que sienten en ese momento. El objetivo no es eliminar la falsedad, sino convertirla en una habilidad madura y prosocial. Después de todo, los mejores líderes no son aquellos que expresan su verdadero yo sin inhibiciones, sino aquellos que saben cuándo editar, cuándo filtrar y cuándo representar la versión de sí mismos que ayuda a otros a tener éxito. En ese sentido, sería lógico redefinir la honestidad como la incapacidad de mostrar inteligencia emocional.
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