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Sí, es esa época del año otra vez: cuando no solo terminamos un capítulo, sino que empezamos a anticipar el siguiente, decididos a arrancar con algo parecido a un pizarrón en blanco. El ritual nos resulta familiar: un poco de reflexión, un poco de optimismo y una lista de promesas para nuestro futuro.
Los propósitos de Año Nuevo son extremadamente populares, sobre todo considerando su baja tasa de cumplimiento. Según una encuesta de YouGov de 2025, se espera que 31% de los adultos establezca al menos un propósito para el próximo año, con la mayor participación entre los adultos jóvenes —menores de 30 años—, de los cuales 58% afirma que lo hará.
Ahorrar dinero surge como la resolución de Año Nuevo más común —26%—, seguido de cerca por los objetivos relacionados con la salud y el bienestar: 22% planea mejorar la salud física, 22% quiere hacer más ejercicio, otro 22% tiene como objetivo simplemente “ser más feliz” y 20% tiene la intención de comer más saludable.
Los beneficios sin el trabajo
Los propósitos de Año Nuevo revelan una dolorosa verdad sobre el cambio: a todos parece gustarles, hasta que se ven obligados a hacerlo. De hecho, incluso cuando dicen querer cambiar, lo que realmente desean es haber cambiado; es decir, disfrutar de los beneficios de haber cambiado o haber logrado la transformación deseada, pero sin el doloroso y esforzado proceso que supone lograrlo.
Somos, en esencia, criaturas de hábitos, y aunque cada hábito fue en su momento un comportamiento nuevo, es difícil desaprender patrones de comportamiento y disposiciones que se han convertido en hábitos definitorios. En las famosas palabras de Samuel Johnson: “Las cadenas del hábito son demasiado débiles para sentirlas hasta que son demasiado fuertes para romperlas”.
Aunque los propósitos de Año Nuevo puedan parecer triviales y ocasionales, pintan un panorama desolador sobre nuestra capacidad de cambio. Consideremos que estos suelen surgir de un deseo genuino de superarnos y están motivados por motivos intrínsecos o, al menos, personales, más que por quienes nos piden que cambiemos o evolucionemos. En teoría, esto debería colocarnos en una posición ideal para alcanzar nuestras metas, ya que todo cambio es fundamentalmente producto de nuestro propio deseo o voluntad de cambiar; es decir, la única manera de conseguir que alguien haga algo es conseguir que quiera hacerlo.
Difícil de mantener
En la práctica, sin embargo, no cumplimos bien nuestros propósitos y, por lo general, tendemos a romperlos y luego a renovarlos en los años siguientes. En un estudio longitudinal con 200 personas que los habían cumplido, 77% los mantuvo después de una semana, pero este porcentaje se redujo a 55% al mes, a 43% a los tres meses, a 40% a los seis meses y solo 19% los mantuvo después de dos años.
Otro estudio ofrece más motivos para el optimismo. Se siguió a 159 personas con propósitos y a 123 sin ellos durante seis meses. Ambos grupos tenían antecedentes y objetivos similares: perder peso, hacer ejercicio o dejar de fumar. Sin embargo, sus resultados fueron muy diferentes. 46% de quienes hicieron propósitos seguían teniendo éxito a los seis meses. Solo 4% de quienes no los hicieron logró resultados. Entre quienes cumplieron, la autoeficacia, disposición al cambio y habilidades sólidas predijeron el éxito. Usaron más estrategias prácticas cognitivo-conductuales que tácticas emocionales.
Los autores concluyen que los propósitos de Año Nuevo son una valiosa ventana para observar cómo ocurre el cambio de comportamiento real.
La conexión con el cambio organizacional
Dicho esto, al analizar la mayoría de las intervenciones de cambio organizacional —especialmente los intentos omnipresentes de desarrollar o “transformar” líderes—, hay aún menos motivos para el optimismo. He aquí por qué:
1. Las intervenciones de cambio de liderazgo rara vez se basan en el deseo interno:
Cuando las organizaciones piden a sus líderes que cambien, suelen querer que lo hagan de una manera específica, alineada con la agenda empresarial. Esto significa que el cambio se impone externamente, no tiene una motivación intrínseca. Como era de esperar, la investigación metaanalítica muestra que la motivación intrínseca aumenta drásticamente el éxito de las intervenciones de cambio de comportamiento, mientras que el cambio impuesto externamente suele generar conformidad sin una transformación real.
2. A menudo faltan resultados medibles o métricas cuantificables:
Muchos programas de desarrollo de liderazgo aún se basan en percepciones vagas de mejora o en el progreso autodeclarado, en lugar de datos objetivos de antes y después. Las organizaciones suelen sobrevalorar la participación, las encuestas de opinión o los indicadores anecdóticos, ignorando los KPI de comportamiento o los resultados longitudinales de desempeño. El éxito se confunde con la finalización, y los líderes a menudo reciben crédito por asistir a un programa en lugar de por el cambio real.
3. La personalidad a menudo obstaculiza el cambio:
La mayoría de los comportamientos de liderazgo que las organizaciones buscan cambiar están profundamente arraigados en la personalidad. La personalidad, además, es muy estable.
Los líderes no microgestionan, interrumpen ni evitan conflictos porque olvidaron cómo actuar distinto. Lo hacen porque esas tendencias son sus valores psicológicos predeterminados. Pedir a alguien que actúe contra su personalidad rara vez es sostenible. Solo funciona si existe motivación fuerte, entorno adecuado y refuerzo constante.
4. El entorno suele empujar a los líderes a recaer en viejos hábitos:
Incluso cuando progresan, el contexto organizacional suele frenarlos. Si los incentivos, la cultura, las expectativas de los roles, la dinámica de equipo y el comportamiento de los líderes permanecen inalterados, los nuevos hábitos no pueden sobrevivir. Un líder puede regresar de un programa de desarrollo con ganas de delegar más, solo para descubrir que la cultura recompensa el exceso de trabajo heroico, la capacidad de respuesta rápida y el control. En tales contextos, la reversión a viejos hábitos está casi garantizada.
Lo que funciona
Y, sin embargo, las intervenciones de desarrollo de liderazgo bien diseñadas sí funcionan, y suelen producir mejoras promedio de alrededor de 30%. Fundamentalmente, tienden a compartir ciertas características:
1. Un coach los fortalece y apoya:
Los metaanálisis de coaching muestran efectos positivos significativos en el cambio de comportamiento, el logro de objetivos y la efectividad del liderazgo. Los coaches ayudan a los líderes a traducir sus conocimientos en acciones, a aplicar nuevos comportamientos en contexto y a ser responsables.
2. Se basan en un coaching de alta calidad basado en la evidencia y en profesionales expertos en cambio:
La experiencia del coach es fundamental. Los coaches eficaces se basan en marcos psicológicos validados, ofrecen diagnósticos precisos, plantean desafíos de forma constructiva y evitan las vagas obviedades comunes en el coaching de baja calidad.
3. Garantizan que el contexto organizacional y los incentivos se alineen con el cambio esperado:
Si no se refuerzan los nuevos comportamientos —o peor aún, si la organización premia los comportamientos opuestos—, el cambio no se consolidará. La alineación estructural —incentivos, cultura, expectativas del equipo— es un amplificador fundamental.
4. Aprovechan la ciencia del cambio de comportamiento:
La formación de pequeños hábitos, los empujoncitos, la reducción de la fricción, las intenciones de implementación, el diseño del entorno y los estímulos regulares aumentan la probabilidad de que los nuevos comportamientos persistan.
5. Seleccionan a los líderes adecuados en quienes invertir:
La predisposición a ser entrenados, que se resume en gran medida en la receptividad a la retroalimentación, la disposición a la autorreflexión, la humildad y un deseo genuino de mejorar, es uno de los predictores más sólidos del retorno de la inversión (ROI) en el desarrollo del liderazgo. Independientemente de lo que se piense de personalidades como Trump o Musk, es evidente que tienen poco interés en ser entrenados. En cambio, los líderes curiosos, conscientes de sí mismos y con ganas de crecer son mucho más propensos a cambiar.
La clave es desarrollar hábitos
Desde esta perspectiva, los propósitos de Año Nuevo y el liderazgo comparten un mismo patrón psicológico. La mayoría desea los beneficios del cambio sin atravesar su incomodidad.
Los líderes, como cualquier persona, inician el año con buenas intenciones; sin embargo, solo unos pocos logran convertirlas en hábitos sostenibles. Quizás el propósito más útil para los líderes no sea “cambiarlo todo”, sino comprometerse con acciones pequeñas, constantes y poco glamorosas que permiten el cambio real. El crecimiento duradero en liderazgo no depende de propósitos grandiosos, depende de hábitos que sobreviven más allá de enero, incluso hasta la próxima década.
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