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Jordania, el día que Medio Oriente volvió a arder

Un viaje que coincidió con el inicio de una guerra. Mañanas con paisajes milenarios; Noches con los ecos cercanos de un genocidio en tiempo real.

Jordania, el día que Medio Oriente volvió a arder [Foto: Erick Pinedo]

El avión aterrizó en Ammán poco después del mediodía. Apenas tocamos pista, los teléfonos comenzaron a vibrar en cascada: “Incursión de Hamás”, “el sur de Israel en llamas”, “toma de rehenes”, “kibutz arrasados”. En los monitores del aeropuerto, Al Jazeera transmitía imágenes de humo y videos que mostraban secuestros entre el caos, los gritos y el sonido de los disparos. Minutos más tarde, el primer ministro Benjamín Netanyahu declaró: “Ciudadanos de Israel, estamos en guerra. Ganaremos con una venganza poderosa”.

Mientras avanzábamos por las calles empinadas de la capital jordana, el adhan resonaba entre las cúpulas y el olor a café con cardamomo flotaba sobre los puestos del zoco. Ammán parecía tranquila, pero algo en el aire se había quebrado. Esa noche, en el hotel, los titulares hacían un recuento: cerca de 1,200 asesinados en Israel, 251 rehenes y una promesa de represalia sin precedentes. Nuestro viaje a Jordania recién iniciaba, y Medio Oriente ya tenía otro tono.

8 de octubre: Wadi Hora

A la mañana siguiente salimos rumbo al sur. El cañón de Wadi Hora es una garganta de arenisca pulida por milenios de agua. Allí nos internamos en antiguos caminos que los beduinos utilizaban para cruzar montañas hacia el valle del Arnon, siguiendo el curso de los ríos estacionales. Entre paredes que se cerraban hasta formar un corredor estrecho, donde la luz apenas se filtraba entre la roca, el sonido del agua guiaba nuestros pasos en medio del desierto.

[Foto: Erick Pinedo]

Con casco y arnés listos, comenzamos a descender en rappel por una cascada de 20 metros. El cuerpo se tensaba contra la cuerda, el agua golpeaba como martillo y el eco convertía cada palabra en plegaria. Cuando salimos al claro, el sol de mediodía encendía la arena. Caminamos en silencio, con la adrenalina aún corriendo, mientras nuestro guía Bader Abdel Jawad, dueño de la agencia de viajes B Adventure, señalaba las vetas rojizas de la roca: “Estas montañas llevan millones de años escuchando pasos”. Nadie respondió; quizá porque todos entendimos que el desierto, en su quietud, no necesita palabras.

[Foto: Erick Pinedo]

Así continuamos hacia Al Karak, una ciudad fortificada de origen cruzado y alma beduina donde una familia local nos recibió con un banquete de mansaf, el platillo nacional: cordero sobre pan shrak y arroz, bañado en jameed, el yogur de cabra seco. Servido con pepinillos, aceitunas y café amargo, era un recordatorio de que, incluso en tiempos convulsos, aquí la generosidad es ley.

Esa noche hicimos un campamento bajo las estrellas, pero inevitablemente, las noticias rompieron la calma. El ministro de Defensa Yoav Gallant había anunciado un “asedio total” sobre Gaza: “No habrá electricidad, ni comida, ni combustible. Estamos combatiendo animales humanos”. En respuesta, Hamás amenazó con ejecutar rehenes si Israel atacaba viviendas sin aviso previo. El lenguaje del exterminio estaba en marcha mientras llovían bombas sobre el enclave.

[Foto: Erick Pinedo]

9 de octubre: Mar Muerto

El Mar Muerto se extiende como una lámina de plata inmóvil. Estas aguas densas, casi aceitosas, hacen que el cuerpo flote sin esfuerzo, pero al mínimo descuido, la sal castiga los ojos con fuego. La ciencia dice que su salinidad supera nueve veces la del océano y que sus riberas retroceden metros por la evaporación acelerada cada año.

Desde el hotel, la piscina se funde con la superficie del mar y los turistas —alemanes, coreanos, israelíes con doble pasaporte— se cubren de barro mineral creyendo en sus propiedades milagrosas. En el spa, una mujer habla del colágeno; en el bar, un hombre bromea sobre lo liviano que es el mundo cuando el cuerpo flota. Afuera, el calor vibra sobre el asfalto y las dunas.

Esa noche, mientras el comedor servía bufés de cocina árabe, Al Jazeera transmitía las imágenes más crudas desde Gaza: hospitales desbordados, padres sosteniendo cuerpos envueltos en mantas, periodistas contando los segundos entre sirenas. La ONU advertía del colapso humanitario si no se restablecían los suministros de alimento y electricidad. A menos de 200 kilómetros de distancia, el llanto y la sangre se acumulaban sobre la tierra.

El contraste era insoportable: aquí, turistas flotando sobre un mar que muere lentamente; allá, una población entera tratando de sobrevivir sin agua.

10 de octubre: Petra

Entramos a Petra por la llamada “puerta trasera”, un sendero que sube por la montaña hasta abrirse en un anfiteatro natural coronado por el Monasterio (Ad-Deir). Su fachada, esculpida por los nabateos en el siglo I a.C., aparece como un espejismo monumental de 45 metros labrado en la montaña, con columnas, urnas y capiteles de influencias helenísticas y árabes.

Los nabateos fueron un pueblo comerciante del desierto que prosperó gracias al control de las rutas de incienso y especias entre Arabia, Egipto y el Mediterráneo. Su capital, Petra, fue durante siglos un oasis cultural y económico, y su mayor ingenio no fue la piedra sino el agua: construyeron cisternas, canales y diques capaces de retener el líquido en una región donde no llueve más de 10 días al año, permitiendo que floreciera una ciudad de más de 30,000 habitantes.

[Foto: Erick Pinedo]

Caminamos entre niños que levantaban polvo al galopar sus caballos, camellos adormilados y hombres disfrazados de antiguos guardianes nabateos. Así llegamos al Siq, un desfiladero de más de un kilómetro de largo flanqueado por paredes de arenisca de 70 metros de altura donde, tras una última curva, se revela de golpe la Tesorería (Al-Khazneh).

También tallada en la montaña, esta estructura fue concebida como tumba real, aunque su nombre viene de la leyenda de que los faraones escondieron allí sus riquezas. Su fachada parece un templo griego en el desierto: hojas de acanto, columnas corintias, rostros erosionados. Frente a ella los turistas se amontonan, los camellos se arrodillan, los vendedores ofrecen collares de cuentas y los ancianos tocan el rebab (violín árabe) con melodías que resuenan en el cañón.

[Foto: Erick Pinedo]

Esa noche, en el elegante campamento beduino donde nos alojamos, la televisión proyectaba una realidad fuera de toda cordura: civiles atrapados, hospitales colapsados, distritos enteros convertidos en polvo, centenares bajo los escombros; mientras, el presidente Joe Biden denunciaba el ataque de Hamás como “un acto de pura maldad”, prometiendo apoyo militar. La distancia entre el desierto jordano y el humo de Gaza se sentía demasiado corta como para ignorarse.

11 de octubre: Wadi Rum

El Valle de la Luna, como llaman a Wadi Rum, es una inmensidad rojiza de roca, silencio y arena antigua. Nuestro conductor, eufórico, convirtió la travesía en un derby beduino: derrapes en las dunas, giros imposibles, carcajadas nerviosas. En un exceso de confianza, se subió al techo de la camioneta con el motor encendido y los brazos al aire. Parecíamos personajes de Mad Max perdidos en el desierto.

[Foto: Erick Pinedo]

Con la emoción a tope, llegamos a la base de Jabal Burdah, una de las montañas más altas de Wadi Rum. Aquí, iniciamos un ascenso de cerca de tres horas entre rocas que guardan inscripciones tamúdicas y grabados nabateos, rodeados por un paisaje protegido por UNESCO que resume 12,000 años de presencia humana. Al llegar a la cima, una arquería inmensa suspendida en el vacío apareció frente a nosotros: un puente natural de piedra donde el viento corta la respiración y desde donde el horizonte se multiplica.

Los últimos metros se hicieron a cuatro apoyos, con las manos prensadas en la roca. Bader tendió una cuerda para los más cautelosos y, uno a uno, nos asomamos al filo; abajo, las camionetas parecían juguetes. Nadie habló durante un rato: sólo el clic de una cámara y el latido acelerado. Luego cruzamos el puente, despacio, celebrando en silencio esa mezcla de vértigo y belleza que a veces regala el mundo.

Al caer la tarde, encendimos una shisha en el campamento. Alguien del grupo, al escuchar las noticias del bloqueo total sobre Gaza, comentó: “Qué bueno, así presionan a los terroristas”. La mesa se quedó en silencio. ¿Cómo celebrar una medida que condenaba a millones de inocentes, incluyendo mujeres y niños?

El humo de la pipa subía lento, mezclándose con el del fuego, mientras las estrellas se encendían sobre el desierto. En la televisión del comedor, el secretario de Estado Antony Blinken aterrizaba en Tel Aviv prometiendo que Estados Unidos “estaría con Israel siempre”. Afuera, el viento arrastraba arena sobre las tiendas.

12 de octubre: Áqaba

Por la mañana bajamos hacia Áqaba, el único puerto jordano sobre el mar Rojo que mira de frente a Eilat, su contraparte israelí. A pocos kilómetros, cada cual en su orilla, las banderas israelí y de la Gran Revuelta Árabe flamean sobre una frontera mínima pero cargada de historia y tensiones que el agua apenas disimula.

[Foto: Erick Pinedo]

Así, nos embarcamos para bucear entre los jardines de coral del golfo. De un lado se observan mezquitas y muelles pesqueros; del otro, grúas y los hoteles modernos que relucen bajo el sol. El capitán nos señaló los puntos de inmersión: arrecifes de coral, un tanque hundido y una avioneta oxidada convertida en santuario marino.

[Foto: Erick Pinedo]

Al sumergirnos, el mundo cambió de ritmo. Pasaron frente a nosotros peces payaso, peces león y mariposa, anguilas morenas, y una tortuga carey que se movía con lentitud. En el fondo se desdibujan las fronteras: arriba, dos países; abajo, un mar sin banderas.

Esa tarde, las manifestaciones llenaron las avenidas de la ciudad. Jóvenes con kafiyas y banderas palestinas gritaban consignas contra Israel y Estados Unidos, mientras los comercios bajaban sus cortinas. Desde Ginebra, Francesca Albanese, relatora especial de la ONU para los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados, advertía sobre el riesgo de “limpieza étnica” en Gaza. En las pantallas, los desplazados avanzaban entre ruinas; en el aire, la brisa salada no alcanzaba a disipar tanto enojo y tristeza entre la gente.

13–15 de octubre: Ammán

De vuelta en Ammán, los últimos días fueron para sumergirse en la vida cotidiana. Así, recorrimos las calles de la capital jordana de la mano de Jumana Haddad, guía de Amman Food Tours, una empresa local dedicada a revelar la historia del país a través de sus sabores y tradiciones culinarias.

[Foto: Erick Pinedo]

Con ella recorrimos zocos, puestos, mercados y restaurantes. Aprendimos que el pan recién horneado se reparte con las manos abiertas como gesto de hospitalidad; que el falafel crujiente marca el pulso de las mañanas; que las manāqīsh cubiertas de za’atar perfuman los barrios antiguos; que la maklouba se sirve al revés para la fortuna, y que el knafeh con almíbar y el café con cardamomo condensan el sabor de Medio Oriente.

En el mercado del centro, mientras nos daban a probar semillas y frutos secos, un anciano se acercó a un estadounidense de nuestro grupo y, con la mirada encendida, le preguntó de dónde provenía: “Estados Unidos”, respondió, aún con un dátil entre los dedos. El viejo apretó la mandíbula y, con los ojos vidriosos, dijo en un inglés rudimentario: “Fucking Blinken”. El puesto se quedó quieto; nuestro compañero respiró y dijo: “No estoy de acuerdo con lo que hace mi gobierno”. Jumana intervino con suavidad en árabe y el anciano, finalmente, nos ofreció piñones.

Mientras preparábamos el regreso, el ministro de finanzas Bezalel Smotrich reconocía públicamente que el gobierno israelí había “fallado en proteger a sus ciudadanos”, y el ministro de seguridad Itamar Ben-Gvir anunciaba el reparto de miles de fusiles a civiles israelíes. Para el domingo por la mañana del 15 de octubre, el número de palestinos muertos en Gaza había alcanzado los 2,329, con 9,714 heridos.

Lo que permanece

A dos años del 7 de octubre de 2023, esta guerra se ha prolongado como una herida abierta hasta convertirse en un genocidio, según halló una comisión independiente de la ONU en septiembre de 2025. Arrasada por los bombardeos y el bloqueo, Gaza ha perdido casi todo lo que sostiene la vida: hospitales, escuelas, pan, agua. Más de 68,000 palestinos han muerto, entre ellos al menos 18,000 niños, sin contar los cuerpos que siguen bajo los escombros.

Frente al silencio e indiferencia de la comunidad internacional, la Flotilla Global Sumud, integrada por embarcaciones civiles con ayuda humanitaria, intentó romper el bloqueo marítimo y llevar alimentos y medicinas, pero fue interceptada antes de llegar. Nada parece moverse en Gaza, salvo el polvo que levantan las bombas y el espíritu de quienes, pese a todo, siguen resistiendo.

Esa semana infame, cuando Medio Oriente volvió a arder, nos encontró a pocos kilómetros flotando en el Mar Muerto, escalando montañas en Wadi Rum, caminando el Siq de Petra y compartiendo pan en las mesas de Ammán. Vimos cómo el desierto guarda silencio y cómo una ciudad entera se define a sí misma con za’atar, café y hospitalidad; al mismo tiempo, vimos en las pantallas cómo se masacraban niños y mujeres, cómo se destruían hospitales con gente, cómo los periodistas se convertían en blancos, cómo se negaba comida a quienes apenas tenían techo.

Al despegar de regreso, el avión dibujó un arco sobre el Sinaí, en Egipto, para evitar el cielo israelí: en la pantalla de vuelo, como una cicatriz, nuestra ruta marcaba la forma de la guerra y el posterior ostracismo de Israel ante el mundo. Aún siento la arena de Wadi Rum bajo mis pies y el perfume del cardamomo entre mis dedos; pero también el peso de aquellas noticias que no terminan.

Viajar en días así no es turismo, es testimonio. Y si algo nos enseñó Jordania, con su piedra milenaria, su mesa abierta y sus calles bulliciosas, es que ante la devastación no basta con mirar, hay que recordar y alzar la voz. Porque cuando el silencio pesa más que las bombas, lo mínimo es no mirar al otro lado y decir, con la humanidad que nos queda, todo lo que vimos.


Author

  • Erick Pinedo

    es periodista especializado en ciencia, medioambiente y exploración. Estudió Ciencias de la Comunicación con especialidad en Periodismo en la UNAM y una maestría en Periodismo Ambiental en el Centro Universitario Bonpland & Humboldt. Durante diez años —2012 a 2022— formó parte de National Geographic en español y National Geographic Traveler Latinoamérica, donde desempeñó prácticamente todos los roles: reportero, editor, coordinador editorial y director interino. Una década en la que aprendió a contar el mundo desde múltiples perspectivas. Actualmente es miembro de la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia y de la Adventure Travel Trade Association, dos comunidades que lo mantienen conectado con colegas que comparten la convicción de que el periodismo puede transformar nuestra forma de entender el planeta.

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Sobre el autor

es periodista especializado en ciencia, medioambiente y exploración. Estudió Ciencias de la Comunicación con especialidad en Periodismo en la UNAM y una maestría en Periodismo Ambiental en el Centro Universitario Bonpland & Humboldt. Durante diez años —2012 a 2022— formó parte de National Geographic en español y National Geographic Traveler Latinoamérica, donde desempeñó prácticamente todos los roles: reportero, editor, coordinador editorial y director interino. Una década en la que aprendió a contar el mundo desde múltiples perspectivas. Actualmente es miembro de la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia y de la Adventure Travel Trade Association, dos comunidades que lo mantienen conectado con colegas que comparten la convicción de que el periodismo puede transformar nuestra forma de entender el planeta.